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Melissa metida hasta en mis sueños.

Entre a la habitación y oía el alegre golpear del agua en el cristal de la ducha. No quería que ella supiera que había llegado a casa.

La puerta del baño estaba entreabierta y me bastó con un pequeño empujón, para ver desde el dintel, como su figura luchaba con el vaho para abarcar el pequeño espacio que conformaba el aseo de su dormitorio.

Ahí estaba, insultantemente bella, definida por esas curvas que habían sido moldeadas durante tanto tiempo por el incansable ritmo de su ocupada vida, y dándome oportuna cuenta de la satisfacción que me producía de que toda ella, toda, era mía.

La cabeza, junto con el rostro, se inclinaba hacia atrás para intentar disfrutar del agua caliente que hacía las veces de masaje corporal. Giros hacia un lado y hacia otro, movimientos acompasados buscando el beneficio del calor acuoso, ver cómo peinaba sus cabellos con sencillos toques de las manos, observar cómo cada gota recorría su cuerpo, hacía que mi predisposición a tenerle, a poseerla, a que dentro de unos instantes me sintiera dentro, aumentara por momentos.

Me sentía extasiado, fuera de mi, como si mi espíritu hubiera emigrado en busca de una paz interior alentada por el disfrute cotidiano de quererle, de disfrutar del contacto de nuestra piel en el más puro de los roces.

Poco a poco sentía como mi miembro recibía la llamada del deseo, ese deseo que ayudado por la imaginación del momento, hacía que éste agrandara su ego y buscara una salida a su ya, de por sí, calurosa y oscura mazmorra.

Comencé a desnudarme sin perder ni un sólo detalle de Melissa. Ella seguía disfrutando en lo que creía que era su soledad, su momento más íntimo, sin saber que estaba lascivamente observada por su amante, por esa persona que había conseguido que de nuevo se sintiera deseada, se sintiera mirada, se sintiera valorada, a fin de cuentas, se sintiera de nuevo más mujer.

Desnudo yo, me dirigí hacia la ducha, en el preciso momento que mi “amore” (así la llamaba a ella) perdía de su mano el control de una resbaladiza pastilla de jabón.

Se agachó, mostrándome prácticamente a la altura de los ojos, su don más preciado, que se dejaba entrever en todo su esplendor a través del vidrio difuminado por el vaho.

Aparté el cristal, me acerqué y cogiendo mi pene con la mano, comencé a dar pequeños pollazos en su depilado coño como queriendo desentumecer toda esa jugosa zona. Melissa, al notar esos contactos, se incorporó girándose hacia el lugar de donde recibía tales alertas. Sin dejar que pudiera reaccionar, le cogí entre mis brazos y sin articular ningún sonido, sellé sus labios con los míos.

Al principio noté una especie de resistencia, como intentando pedir una explicación que no llegaba, pero poco a poco se fue calmando, fue encauzando sus esfuerzos en acompañarme a un juego que habíamos iniciado sin ella quererlo.

Ya sumisa, le di la vuelta de una forma decidida, la atraje contra mi pecho para que notara como mi polla dura, muy dura, se colocaba en la línea de su culo como queriendo ser el centinela, el guardián de esa línea indecorosamente deseada. Melissa, al notarme y notarla, ponía el culo en pompa intentando medir el grosor de una manera muy especial, sin sus manos, solo con el contorno de sus sabrosos glúteos.

Mis manos, mientras tanto, acariciaban sus pechos con la sensibilidad de un movimiento acompasado y medido, donde sus erectos pezones hacían de indicadores de un placer, que dentro de poco tiempo, iba a inundar sin piedad, cada centímetro de su acaramelada piel.

Comenzamos a describir bailes inconexos, pasos que nunca se convertirían en camino, y a tararear una música sorda, sin sonido.

Ella comenzó a deslizarse a través de mi cuerpo, apoyándose, eso sí, con sus manos en mis piernas hasta llegar a ponerse de rodillas. Cogió mi polla, la acerco a su boca y de ella surgió una pequeña brisa que produjo en mi asomado glande, una especie de aliviador frío, de corriente reparadora con la intención de bajar mi temperatura corporal.

No lo consiguió.

En el preciso momento en el cual iba a explotar, acercó su lengua y empezó a saborear con medida delicadeza todo el contorno de mi pene, no dejando ya nada, a la imaginación más ingeniosa. Adentro, afuera, más adentro, más afuera; en esos momentos su boca era mi guarida y su mano, agarrando con fuerza, servía de aliada para conseguir uno de los finales felices que tanto me gustaba que ella acabara.

Le levante, le di otra vez la vuelta, le hice apoyar una de sus piernas sobre la repisa de la bañera y ella entendió, dentro de las ganas que tenía de que la penetrara, como tenía que encorvar su cuerpo para facilitar el paso de mi sexo. Así lo hizo, y aprovechando esos restos de jabón que formaban una especie de fina capa de lubricante, le abrí bien su coño y sin piedad comencé a follarle como a ella le gustaba, fuerte, muy fuerte, sin descanso.

Mientras descargaba mi controlada furia contra su culo, me lamí el dedo gordo y lo acerqué hacia su ano con la intención de acompasar con mi polla esas dos penetraciones. Así lo hice y Melissa inició una serie de gemidos a los cuales acompañé yo, formando un coro de gozos y placeres propios de un amor sensualmente comprometido.

Seguimos y seguimos hasta que ella, completamente extasiada después de haberse corrido, se volvió y con un "correte en mi boca" empezó a masturbarme hasta que en breves instantes comenzó a fluir mi néctar regando con descaro su rostro. Después de unos instantes de relajo, me volvió a coger la polla y la rebaño hasta dejarme completamente limpio de polvo y paja, en el preciso momento que pidiéndole que se pusiera de pie, le comí a besos para disfrutar con ella de sabores, que siendo nuestros, nos unían más todavía en esas artes amatorias que tanto y tan bien practicábamos juntos...

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